lunes, 15 de junio de 2009

Abriendo el horno

El jueves dormimos hasta muy tarde y sólo fuimos a echar una ojeada al horno a media mañana. Aún había un resplandor rojo oscuro en ambas cámaras. Hicimos un registro como precaución, con una vela encendida atada a un pincel, y la llama al desviarse repentinamente, actuaría como una señal segura, al sostenerla muy cerca contra el horno, de que el aire frío estaba siendo succionado a través de una fina grieta. Luego cerramos todos los registros entre la cámara II y la chimenea como una precaución extra antes de mirar en el horno a través de los respiraderos. Estaba demasiado oscuro para ver algo, de modo que retorcimos unos periódicos y los arrojamos entre las piezas del estante superior donde enseguida se encendieron, dándonos una idea de color y calidad de los esmaltes. las piezas estaban lo suficientemente calientes como para no estropearse por llamas repentinas. Todo parecía estar en orden aunque los esmaltes en la cámara II eran mucho menos brillantes de lo que nos habían parecido al final de la cocción. Pero no lo lamentamos excepto por el temor de que algunas piezas resultaran demasiado mates y algo crudas en el lado que quedaba lejos del fuego.
Esa tarde fuimos a pasear y nos quedamos a cenar fuera para evitar la tentación de ir a jugar con el horno. Antes de irnos a la cama abrimos los respiraderos y los bloques de la puerta más alta para dejar escapar un poco de calor, ya que la temperatura estaba por debajo del punto peligroso de la rotura de las piezas. A la mañana siguiente, antes del desayuno, fuimos a abrir las puertas aún más y nos llevamos dos o tres piezas para examinarlas durante la comida. Los colores y texturas eran especialmente bellos y estuvimos muy excitados a pesar de nuestras sospechas de que algunas de las piezas de la parte izquierda del horno estaban algo crudas por un lado. Esta vez no se nos había caído ninguna pila de cajas refractarias y las nuevas placas de enhornar estaban tan rectas como un palo. Aquella primera y buena impresión se confirmó durante el día. Todos los esmaltes de hierro habían salido muy bien y esta vez los celadones estaban bien, aunque no eran tan sobrios como los mejores que habíamos tenido. Algunos de los azules habían quedado demasiado cocidos y el cobalto en su horrible intensidad púrpura había triunfado sobre el hierro, pero otras, incluyendo la tetera azul-oliva, eran hermosas. A pesar del empleo de la sílice una de las tapas de tetera no pudo desengancharse; el esmalte volatilizado la había sellado en su encastre. Esto fue simplemente mala suerte, debido a la imprevista corriente de una llama que golpeó ese punto. Se rompió cuando la arrancamos cortándola a pesar de todas las precauciones. Los platos de postre y los platos llanos se portaron muy bien. Tomando en cuenta todo, fue uno de aquellos días que hacen que valga la pena la existencia de un ceramista; no obstante, al final, una vez sacadas todas las piezas y habiendo reunido en un grupo las mejores de ellas, experimenté una depresión repentina. Esto se debió en parte a los nervios por el excesivo calor y el cansancio general, pero creo que todo artista y ceramista sabe lo que quiero decir. de todas formas está contrarrestada esta situación por una autocrítica realista y por las varias sugerencias prácticas, en cuanto a los esfuerzos futuros, que siempre surgen durante la extracción de las piezas. (el subrayado en bastardillas es nuestro).

LEACH, Bernard. "Manual del ceramista", traducción elisenda Sala. 1ra. edición española: Editorial Blume, Barcelona 1981 Páginas 354-356