jueves, 28 de mayo de 2009

La conspiración del silencio

La conspiración del silencio
por Paul Päun(*)
Traducción de Tilo Wenner (1)

No creo ser el único, en estos últimos tiempos, que haya tenido la sensación de encaminarse hacia la atracción difusa de una niebla extremadamente profunda y centelleante situada siempre, como por milagro, muy cerca y más allá de las solicitaciones inmediatas de sus ojos. La presencia material y energética, y también la presencia moral de esa nube ante mis párpados alargados, la calma que me inspira en ciertas horas de confianza inexplicable, la curiosidad angustiosa que provoca en las tardes en que tamiza las turbadoras miradas magnéticas de mujeres anónimas, mujeres que son la hora y el sol de esas tardes, esa presencia nada interior, apenas exterior, pero segura e indudable, me parece justificar, a mis propios ojos, todos los esfuerzos de mi vida


No hace mucho esa nube estaba enganchada en la raíz de mi cuello, probablemente en la inserción de los grandes vasos, a la manera de algún fantasma interior que no traicionaba su presencia sino por la débil tracción que ejercía a veces sobre mi conducto aéreo y por la ligera asfixia que chorreaba, índice siempre de la proximidad de un vacío y una sed correspondiente en el mundo exterior a una espera amorosa intraducible. Fue sin ninguna premonición y casi sin transición perceptible que eso salió una mañana, una de esas frías mañanas de partida en la que todo es distancia y fatalidad, que salió y se puso ante mis ojos, muy dulce, muy atrayente, como un susurro de vapores y de luces y desde entonces, aparentemente plácida, extremadamente activa, siempre orientada en el sentido de mis deseos, pasando y haciendo retroceder fuera del alcance de mi vista el centro de su gravedad afectiva.
El cambio se produjo, progresivamente, en mi manera de desear, a causa, tal vez, del desplazamiento de ese centro, no deja jamás de intrigarme a través de todas las sorpresas particulares que le debo, sorpresas que tienen la misma apariencia que los eventos de toda índole me han habituado a ofrecerme, los de ser siempre esperados en el momento de su llegada, lo que no les quita, por alguna excepción, nada de su lado divertido que es propio de la novedad, sea agradable o no. Ante todo, lo que no es difícil de creer, espero, no tengo ningún deseo que confesar, no puedo formular ningún voto, ningún temor, porque dejaron de existir en estado individual, soldados y fundidos, vaporizados y vueltos absolutamente herméticos y desconocidos, sin ubicación y casi sin acceso a la conciencia de lo que pasa en el interior de mi espíritu. Los componentes de ese deseo único, a pesar del placer que tendría de saberme poblado y superpoblado de una multitud ilimitada de impulsiones diferentes, contradictorias, agotadoras, me doy cuenta de que no son más que tres o cuatro, como si todo un cielo se hubiera extinguido salvo algunas raras estrellas que hubieran presidido mi existencia y al azar de mis días de aquí, todo lo demás suspendido y su realización devenida por la anestesia de mi corazón, aparentemente indiferente.
Es en esas condiciones, extrañas, tal vez, pero nada excepcionales, que mi vida devino el estudio de un sólo objeto, infinitamente misterioso, exterior y visible y munido de algunos atributos decisivos, como por ejemplo ese de ser siempre el lugar de encuentro de mi doble poético con las proposiciones exteriores de los objetos, de las palabras, y del azar. El terciopelo que sofoca para mí las débiles percepciones de las luces y sonidos cotidianos toma la función de un duro metal reluciente y al más alto grado amplificador, una especie de gigantesco espejo cóncavo por todos los costados, espejo de espejismo, de vértigo también, y los espectros que proyecta de sí mismo a distancias inconcebibles, recayendo en su foco (ideal?) con la neta certidumbre de la lluvia, de la hoja que se toca, desde que se trata de rumores o de formas invisibles de alas de ese aire nuestro, que me parece el asiento transparente de todos los misterios de este mundo.
Mis ojos son muy poco numerosos para poder mirar y apresar las altas curvas alargadas de las superficies en contacto, superficies que limitan las regiones apenas demarcadas por todos los umbrales cualitativos de las propiedades de este aire. No importa, la certidumbre me confiere sus formas invisibles y móviles, aproximadas a grandes mariposas de calor, magros buitres eléctricos, afilados murciélagos, gruesos búhos de vapor, esas formas muchas veces entrelazadas, penetrantes, insoportablemente blandas y furtivas, agitándose fuera de nuestra conciencias práctica, pero no fuera del sobre-determinismo ilimitado que demuele y varía diariamente eso que llamamos nuestro destino sobre la tierra. El azar, cuando afirmamos esperar todo de su fuerza desenterradora, lo imaginamos distinto, pienso, como la punta activa y actual, la intersección de las garras aceradas de sus formas invisibles. Y no existe solamente la extensión, la distancia de ese medio que harán creer en la veracidad de su intervención, en la ayuda del siempre posible de eso que debe quedar por mucho tiempo incontrolable. Los objetos, todos estupefacientes y vibrantes, que ocultan sus rostros bajo las fronteras de sus márgenes y de los sobreañadidos que los hombres les otorgan, los objetos de los cuales alguno no es del todo sólido, de los cuales alguno es indescriptible, aportan continuamente a los que se le acercan, sus signos, sus empujes hacia la dicha, hacia la desgracia, hacia las disposiciones del espíritu que le son intrínsecas, e inalienables. Los objetos están hechos de aire, por la función energética de su presencia, nosotros mismos, como objetos, estamos hechos de aire, sumisos al aire, y es la realidad misma que osamos conocer, rechazando imaginar los cambios de esa masa luminosa, nebulosa, en el interior del infinito de sus formas. Nosotros no somos profundamente diferentes de las pesadas ideas que suben a nuestra cabeza con sus esferas centrípetas, y su calor radiante, esferas que llevamos en torno a nuestros cabellos como, tal vez, las lunas entre los cuernos de Isis, y que no son seguramente extrañas al curioso fenómeno ignorado que consiste en que dos rostros humanos no soporten su acercamiento más allá de una cierta línea sin que no reflejen de inmediato y casi sin excepción uno de los polos de los sentimientos magnéticos, la ternura o el disgusto, resultante del contacto de esas esferas.
Desde ese punto de vista, mi simpatía se afirma cada día por las búsquedas únicas de Bourru y de Burot, el porvenir de sus conquistas me parece sobrepasar en mucho el interés que yo puedo aportarles actualmente.
Me resulta imposible no ver el cuadro de esas experiencias, la sala de Rochefort, fin de siglo, la dulce frescura protectora en torno a los muebles, los bustos, las plantas, aéreas y vivas, comprendidas por primera vez por el hombre en los tiempos modernos y sabiendo responder bien sobre sus maneras específicas, a esa dignidad tardía. Veo también la serie de sujetos en ese cuadro, totalmente histéricos, -es decir resultado de una mutación que los sitúa en la especie humana a un grado cualitativo incomprensible en lo que concierne a la capacidad de sentir y reflexionar por su cuerpo animal, la delicadeza de sus sensaciones, los movimientos exactos de los experimentadores, las siluetas de aquellos en levitas ajustadas, sus frascos herméticamente cerrados y sus manos acercando o alejando esos cuerpos altamente expansivos de los histéricos. Esta sala, ese lugar de elección de un descubrimiento que no puedo impedir de calificar de trágico, me resulta imposible no verlo repleto de globos aéreos sin membrana alguna, móviles y cambiantes, que rodean a los sabios, sujetos y sustancias experimentadas hasta los límites reales de su acción radiante. Excepcionalmente visibles, esos globos llevan, algo detrás de su centro, lo que los ojos comunes pueden ver, los personajes reducidos del drama. No es sino por su presencia a distancia que se puede explicar la acción a distancia del oro que arde, de la valeriana que nos hace felinos, del laurel que nos vuelve místicos, del mercurio que corta y que pica. Y atendiendo a que todos nosotros estamos en torno nuestro, en el espacio de las acciones, nada me parece más atrayente que ese país de la forma de los encuentros.
El mar sube, en vapor, a la altura de nuestros ojos, sus gestos voluptuosos, su llamado, sus rechazos, los movimientos de sus fluidas caderas vestidas, desvestidas de su ropaje furtivo, no cesarán jamás de atormentarnos y hacernos dichosos en nuestra marcha silenciosa a través de las cosas que no son más que nosotros mismos, a medida que progresamos en el conocimiento de lo posible. El mar sube, víctima de su explosión potencial. El amor también, como un montón de garras retiradas por un instante de la carne jadeante (de la tierra fija) de los sólidos. Espera en el aire, suspendido, para su próximo ataque. Las delicias de esta espera, la suspensión orgullosa del deseo rechazando toda sublimación, todo subterfugio, toda satisfacción parcial y engañadora, conozco ciertos hombres que aprecian esas delicias hasta el punto de que se aprestan a dejar, en su alma misma, la presa del deseo por la sombra de su derrota y de su provocación incesante. El automatismo, ya, no puede servir más a esos hombres para la realización analítica de fragmentos, pacificados del deseo lo que parece aquí y allá ser producto demostrativo de la descomposición de ese medio entre las manos inapropiadas de su atadura delirante. Las cualidades criptoestésicas del inconsciente, reveladas por el automatismo que desciende allí, han devenido, por el giro de los sueños actuales, las cualidades de la instancia única, primitiva y total, del único medio concebible para un conocimiento de la realidad completa, es decir de la superrealidad conocida de una manera superconsciente. El automatismo, ya dispuesto, ya receptivo, a toda influencia exterior propicia, no puede ser ya en adelante separado del azar objetivo, siendo esta ruptura interior de nuestros medios más acerados en ese momento de una gravedad decisiva, en ese momento en que sobre la cima tenemos la elección entre el vuelo y el descenso.
Hay que aerificar la vida. Porque para el super-automatismo, no hay más obstáculo real en oposición al encuentro siempre imprevisible, siempre posible en condiciones imprevistas, al encuentro y la unión del azar y del deseo en los actos sin límites para sus vidas sin términos, sin etapas, para nuestras vidas.
Veo la bruma y no otra cosa. No veo el comienzo de mi vida. A través de las paredes de la madre pasajera, no veo sino la estrella que ahora está justo sobre mi cabeza, que mañana estará detrás mío, cuando mis ojos sean globos de silencio. Pero es el mismo deseo que debe defender del trauma de su nacimiento, la madre-conciencia devenida transparente y permeable. Las condiciones indispensables para la producción de ese milagro, de esa inmaculada concepción del deseo, me parece muy urgente apresarlas en el curso de nuestras búsquedas, de nuestras exasperadas tentativas de trasmutar los obstáculos. La adulación de cada acto, la fijación afectiva sobre los resultados eminentemente negativos de las búsquedas actuales, todo ese peso paternal que retarda el devenir, todas esas pausas retrospectivas ante lo que se ha cumplido y lo que está muriendo, la fatalidad de ese ritmo, (aún si estamos menos ciertos de nuestras afirmaciones positivas -certidumbre superflua) podemos reconocer el gran impedimento interior que arrastran, haciendo tan difícil el contacto permanente de la quimera.
Los ojos como los brazos de los ciegos, siempre adelante, es por lo tanto ese contacto que debemos buscar febrilmente, y no es el olvido de las etapas del deseo realizado que les quitará el menor rayo, puesto que ellas son tanto por su presencia como por su ausencia, generadoras de un esfuerzo que nos pertenece, impulsándolo, de comprender. Única quimera ideal, su cuerpo no está oculto, sus amplias formas, tan dulces, tan blandas, son ubicuas. El más allá material que nos ofrece no es sino la inmensa vertical aérea de ese instante más allá del alargamiento circular de nuestros brazos. No es más que espera y acción y silencio. Somos nosotros mismos los que nos separamos de su lenguaje, nosotros mismos, perseguidos por la necesidad de la expresión, pero muy raramente tentados de explicar la forma de ese silencio, por lo tanto la única vía diáfana que pueda conducirnos a reencontrar el sentido del globo ideal, infinito y finito, determinado y perfectamente libre que es el campo del deseo explicando lo posible.
También hay que aerificar la vida arrojando toda obsesión del obstáculo.
Sin pudor por la demasiado ligera fragilidad de nuestros gestos, fragilidad explosiva, es el automatismo vivo que tendrá razón de la multitud espantosa de trampas y de coronas (tan a menudo mortuorias) que la sociedad de verdugos ganapanes, idiotas armados y musas barbudas coloca a través del ensueño, que se burla, impalpable.
Sus armas son demasiado pesadas, en efecto, para poder elevarse a la altura de la voz que silba ahora a través de los pulmones translúcidos de los videntes.
La Revolución es inasible.
Las sustancias, y no solamente las que sirvieron en las experiencias de Rochefort, y los hombres que son los lechos de la histeria, se hablan ya, desde siempre tal vez, con la ayuda del lenguaje secreto de las influencias categóricas innegables.No puedo impedirme de llamar al automatismo y al azar de arrojar sus plagas magníficas instantáneamente unificadoras, para exasperar a ese lenguaje, el lenguaje mismo de la desesperación y de la incandescencia de vivir. Si todavía hay artistas que no tienen nada que refutar a la ambición de sus obras según el criterio (el único) de la fuerza de oposición a la opresión, no puedo prohibirme de proponer a su genio ardiente la extensión concretizante de ese criterio por aquel del acercamiento del lenguaje objetivo del silencio universal.
La excitación que siento al pronunciar esas palabras me enloquece, a mí que no soy más que la voz de una ventana.
Pero la alegría de ver, en la oscuridad, en las condiciones más o menos idénticas a su primera aparición, la ola de mi bruma tomando la forma apenas deseada de mi amor, ella puede muy bien excusar a vuestros ojos, espero, el exceso de la subida de eso que no es todavía sino la fiebre del aire, flotando sobre cabelleras inflamables.
La forma de mi amor, no es el acontecimiento torpe o terrible en el que yo pude tener mi parte de responsabilidad, que no está a su vez implicado. No hay rostro amado que esté perdido para mí de otra manera que la semilla para la flor. Pero todo salió ante mis ojos, inesperadamente unido al porvenir, porvenir que está por inventarse y por sorprender. No es el doble obsesionante, no es la memoria regresiva, pero es lo que espero de toda la espera que respira ante mí, los ojos en los ojos de ese triple que es la forma volante de nuestros encuentros.
La acción automática, tal vez la culminación más alejada de lo que podemos imaginar como práctica revolucionaria, de ese lugar entristecedor en que se nos fuerza a mirar el devenir, no puedo concebirla agitada por otro móvil que el de la búsqueda permanente, siempre amorosa y negadora de ese triple. Porque nos rodea, nos niega y nos precede. Y habla muy bajo, con su voz eficiente, hecha de objetos, de formas, de alas y de pelos, hecha de aire, como la nuestra, como la de nuestras mujeres, cuando no es más, al caer la noche, que el vértigo de su aliento.
Veo a los hombres de esta acción, entre las ruinas de los sólidos. No tienen ya el amor por el espacio y el gusto por la partida. Puesto que deben estar seguros de que la materia misma, por sus movimientos rectilíneos y volátiles, los atrae como los fuegos que hablan del amor de las colinas, puesto que, con los ojos cerrados, ellos saben, oscilando, escuchar los lamentos tan dulces de los pájaros encerrados bajo los nidos de la tierra, y puesto que la punta de sus dedos agitados por el viento tocan los labios mudos de la inmensa belleza aérea las puertas del secreto están abiertas para ellos, sobre el misterio del silencio de este mundo. Lo espero todo de lo que aquí está guardado, todas las luces extinguidas, todos los senos humanos apaciguados y velados y vueltos desconocidos en el sentido, devenido único, de la adivinación amorosa, en ese juego de la arena nocturna, lo espero todo de lo que los hombres, en su soberbia inocencia, confiándose al aire, devenidos aire en la oscuridad, abrazarán en el momento de su vuelo.
No espero otra cosa.

(*) Poeta rumano. Perteneció al grupo de artistas surrealistas junto a, entre otros, Gherashim Luca, Gellu Naum, Jacques Hérold. La conspiración del silencio se publica por primera vez en español en este sitio.

(1) Tilo Wenner nació en Galarza, Entre Ríos en 1931 y fue secuestrado en Escobar, su última residencia en libertad, el 26 de marzo de 1976. Poeta y periodista miserablemente ignorado por críticos, estudiosos y colegas. Otros textos editados traducidos del francés por Wenner: Poemas de Claude Tarnau y Gerashin Luca en la revista Serpentina Nº 4; Ese castillo presentido de Gerashim Luca publicación de Ka-Ba, principios de 1960; Coldrige el traidor de A. Arthau, en la revista Mediodía Nº 2/4, año 1964 (de la edición de 1.000 ejemplares de este último número de Mediodía vieron la luz no más de 20 ejemplares).

Maltratado de pintura

MALTRATADO DE PINTURA (*)
por Jacques Hérold (1910-1987)
Traducción de Hugo Loyácono

De una calle muy transitada a una avenida, a gran velocidad surge una motocicleta. Su conductor viste campera y pantalón de cuero. En la esquina choca con un taxi. Después del golpe se levanta aparentemente intacto y tranquiliza a los peatones que lo interrogan sobre su estado: su caída no parece haber provocado herida alguna. En el mismo momento de su ropa perforada por numerosos agujeritos, la sangre brota y salpica. De pie, en medio de la avenida por donde continúa el tránsito el motociclista, como una fuente monumental, deja escapar varios chorros de sangre.

En la calle de una gran ciudad un tranvía descarrila y choca contra la pared de una casa. Cuando sacaron los restos del vehículo, se encontró chato, pegado como un cartel en la pared del edificio, a un dependiente de panadería jaspeado de medias lunas incrustadas en su carne.

La empleada de un negocio, subida a una escalera, procede a la limpieza de una vidriera. Su rostro es de una belleza notable. La escalera resbala sobre la vereda; la joven cae y se levanta, con la piel arrancada y arrollada en espirales como viruta, y los músculos del rostro al descubierto, intactos, sin una gota de sangre.

Algunas representaciones directas del inconsciente me habían llevado a la figuración pictórica de personajes total o parcialmente desollados. El carácter inquietante de esta particularidad me incitó a buscar sus causas.
Sabemos que en nuestro inconsciente y en sus manifestaciones los recuerdos infantiles juegan un papel preponderante. Fue en ellos donde encontré la raíz de esa obsesión. Los accidentes que acabo de describir brevemente son los más característicos entre aquellos cuya deslumbrante crueldad había conmovido mi imaginación infantil. Ellos explican la presencia
constante de desollados en mis primeras búsquedas pictóricas.

Mis preocupaciones me impulsaron luego a la representación en movimiento de los objetos, de los personajes y de la atmósfera inmediata.
Para traducir mis preocupaciones en forma concreta, me vi obligado a dar a cada cosa una estructura muscular, la única que, según mi punto de vista, podía expresar el movimiento. Procedí entonces a desollar sistemáticamente no sólo a los personajes sino también a los objetos, al paisaje, a la atmósfera. Hasta arrancar la piel del cielo.

La voluntad de dirigir mis indagaciones hacia la representación cada vez más acentuada de la intimidad de la materia y de la forma me condujo a la sublimación mental. Los seres, los
objetos, todo lo que existe, se cristaliza bajo la influencia del calor, de la presión y del tiempo, y el cristal apareció siempre, ante los ojos de los que pensaron el mundo, como la expresión perfecta de la realidad concreta, como su forma superior, a la vez la más pura y la más exacta. Todo me lleva a creer que en todas las cosas existe en potencia la maravillosa estructura del cristal: es necesario ser vidente, hacerse vidente; es necesario que el ojo del pintor ejerza sobre el devenir de la materia su poder de penetración.

A través de los vidrios movedizos del tren se me aparece el rostro cristalizado de la agonía. Rostro de una vieja cuyas arrugas trazan cada vez más profundamente en la carne las líneas
geométricas, cortantes del futuro cristal. Símbolo de muerte, el cristal arroja ya en su frialdad todos los fuegos del porvenir.

Como la cristalización es una resultante de la forma y de la materia, la pintura debe tratar de lograr la cristalización del objeto. El cuerpo humano sobre todo es una constelación de puntos-fuego desde donde irradian los cristales. Estos constituyen la sustancia de los objetos; la fuerza de gravitación los arranca de la atmósfera. Es necesario entonces que los objetos pintados, para que sean reales, estén despedazados, y para que el viento los atraviese, los flagele y aumente su rotura, es necesario pintar el viento.

El hombre inmutable en su equilibrio orgánico se destaca del absurdo uniforme por el escándalo de su disimetría. Simétrico en cuanto a su cuerpo útil: cabeza en dos, etc., pirámides de la realidad como estratos geológicos, pero disimétrico por su deseo, objeto de su realización, objeto de su lucha, vaso de sangre. Mujer elegida y huésped, también incompleta; mujer y hombre, reflejo el uno del otro, coalescencia de los sexos.

O sílex enmascarado, lanza tu grito magnético.

Cristalizado, el rostro de la ambigüedad, mitad derecha gato, mitad izquierda búho. El hombre es una mitad y la otra mitad es su reflejo.

Un objeto, para que sea deseable debe ser como una bandeja-espejo rota por dos senos vivientes de mujer que lo atraviesan.

Que os hagan un molde de vuestro perfil. Tomad vuestra cabeza, fijadla en los ejes con un torno de madera, y girad según la forma de vuestro perfil.
Tendréis la cabeza que ve todo y lejos.
Nueva toma de contacto.
Cargados de todos los conocimientos adquiridos y de nuestras propias antenas, retorno al universo.
Tratar de penetrar el mundo con los medios sensitivos propios del pintor. Importancia de esos medios.
El cuadro es un campo pasional cuya frente está a la vez en el artista y fuera de él.
El cuadro es el hogar entre el espejo colocado en el interior del pintor mismo, y juega al mismo tiempo el papel de un espejo en las relaciones objeto-pintor.
No tengo preconceptos. Si se pinta el "encuentro" de Lautréamont se convierte en una pérdida de espacio sensible.
El objeto se impone por su propio movimiento estructural.
Los objetos están tendidos hacia adelante. Toda representación real de un objeto está en el pasado y se convierte en costumbre.
Puesto que el objeto no es más que devenir, es para atrapar este devenir, es decir para acelerar su movimiento, que intervienen el poeta y el pintor. Precipitar el devenir del objeto al interior de la solución "duración".
Duración: ácido donde el objeto está disuelto, es decir invisible.
Si se supusiera posible aislar el instante, el objeto no existiría.

El objeto está despedazado por su devenir.

Interdominación de los objetos. La atracción que ejercen los unos sobre los otros. Su derramamiento en la atmósfera.

Punto focal de cada objeto.

El pintor se deja impresionar por el objeto a pintar; es hora de dejarse devorar por la pera.
La mordedura del objeto.
El objeto no se quiere. El pintor tampoco. Es una copulación, una salpicadura.

Esa gran águila que abría con sus alas las grutas de la montaña, la desplegué ante mi, sobre mis rodillas, y lentamente, en vos alta, la leí.
Leed los objetos a libro abierto. El libro no libra los objetos. Leed los objetos: sólo ellos sueltan vuestra imaginación, pues los libros están escritos por otros. Si usted lee en la cama, señorita lleve siempre un árbol para leer. O por lo menos, en la cama, lea su cama.
El universo blando, inmóvil y chato, cesó de vivir.
El mundo toma su nueva y verdadera consistencia.
Opongo a las "estructuras blandas" el objeto construido con aguja, vidrio roto, hojas cortantes, cristal.
Una mano cortante, un corta-puñal.

La cristalización mata al objeto, pero el pintor le vuelve a dar vida, su vida profunda.
Cuando el objeto se cristaliza, sus antenas se vuelven visibles, irradian su yo.
Radiolarios.
Rueda.
Cristalización: perfección de un objeto por el tiempo.
Cristalización provocada: la superperfección de un objeto en su tiempo, es decir, en un tiempo más apropiado a la vida intensa de ese objeto.
Mi pintura es, pues, la contracción mineralizada del tiempo y de la convulsión momentánea de la materia.
El color: resultado de una elección o más bien de un rechazo del objeto.
El color que nos es visible es el que el objeto arroja. Su verdadero color es interno, síntesis de los colores que absorbe.
El pintor hace sensible este rechazo, por el objeto, del color que la vista le presta.

Sobre la tierra todo crece y se manifiesta a una velocidad considerable.
La tierra es un fruto que no cesa de manifestarse.
Crecimiento del vegetal.
Crecimiento latente del mineral.
Velocidad vertiginosa y misterio que se desprende de estos crecimientos.
La expresión de una gran tormenta hace nacer un gran tormento en el pintor.
Tormenta física, porque el mismo que la soporta está en movimiento.
La tierra, tormenta cálida, obliga al tiempo a producir para cada objeto su cristal.

Todo es esta piedra. Este animal es tu seno. Es también ese mineral que gira sobre si mismo y contempla su eternidad. Movimiento pesado y cortante de la abundancia. Es este ojo muy abierto a todos los vientos, este enredo hirviente de crecimientos contradictorios. Prevé los golpes que provocan los choques, sin pesadez, más allá de todas las dimensiones, en la gran confusión.
Los albañiles ciegos hacen los crecimientos, las caídas y los puntos fuego, centros de toda irradiación.
La cabeza vira sobre mi cuello. Todos los animales están pegados a mi cráneo, esta roca. Pequeñas y grandes alas de murciélago salen de mi cráneo, hojas de huesos en el viento. A veces, el viento se apacigua, el aire se suaviza y me duermo.
En mis órbitas, los cristales reposan.

(*) Maltraité de peinture, con dibujos del autor, primera edición Falaize, París, febrero de 1957.
Texto, hasta hoy, inédito en español.

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